En abril de 1945, los partisanos tomaron Milán. Dos días después llegaron a la pequeña ciudad donde yo vivía. Fue un momento de alegría. La plaza principal estaba abarrotada de gente que cantaba y agitaba banderas, invocando a grandes voces a Mimo, el jefe partisano de la zona. Mimo, ex brigada de los carabineros, se había pasado a los seguidores de Badoglio y había perdido una pierna en uno de los primeros choques. Se dejó ver en el balcón del ayuntamiento, apoyado en sus muletas, pálido; intentó, con una mano, calmar a la muchedumbre. Yo estaba allí, esperando su discurso, visto que toda mi infancia había estado marcada por los grandes discursos históricos de Mussolini, cuyos pasos más significativos aprendíamos de memoria en el colegio. Silencio. Mimo habló con voz entrecortada, casi no se le oía. Dijo:
- Ciudadanos, amigos. Después de tantos dolorosos sacrificios... aquí estamos. Gloria a los caídos por la libertad.
Eso fue todo. Y volvió dentro. La muchedumbre gritaba, los partisanos levantaron sus armas y dispararon al aire festivamente. Nosotros, los niños, nos abalanzamos a recoger los casquillos, preciosos objetos de colección, pero yo había aprendido también que la libertad de palabra significa libertad de la retórica.
El fascismo eterno, Umberto Eco, en Cinco escritos morales
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