domingo, 26 de octubre de 2008

Paul K. Feyerabend

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Admiro y respeto a mucha gente, pero respeto sólo a muy pocos intelectuales. Admiro a Marlene Dietrich, que consiguió pasar por la vida, una larga vida, con estilo y ha enseñado un par de cosas a muchos de nosotros. Admiro a Ernst Bloch porque habla la lengua de la gente corriente y porque ensalza las pintorescas descripciones de la vida que esa gente y sus poetas nos han ofrecido. Admiro a Paracelso porque sabía que el conocimiento sin corazón es algo vacío. Admiro a Lessing por su independencia, por su buena disposición a cambiar de parecer, y le admiro mucho más por su honestidad, pues es una de esas raras personas que pueden ser honestas y tener humor al mismo tiempo, y utilizan la honestidad como guía en sus vidas privadas, no como un garrote para someter a la gente. Le admiro por su estilo libre, claro y vivo... Le admiro porque fue un pensador sin doctrina y un estudioso sin escuela: cada problema y cada fenómeno que abordaba era para él una situación única que tenía que explicarse y esclarecerse de manera única. No existían fronteras para su curiosidad y ningún tipo de criterio restringía su pensamiento: aceptaba la colaboración, en cualquier investigación particular, de pensamiento y emociones, fe y conocimiento. Le admiro porque no quedaba satisfecho con una claridad ficticia sino que se daba cuenta de que la comprensión se consigue a menudo a través de un oscurecimiento de las cosas, a través de un proceso en el que lo que parecía verse con claridad se pierde en una lejanía incierta. Le admiro porque no rechazaba los sueños ni los cuentos de hadas sino que los acogía como instrumentos para liberar a la humanidad del yugo de los racionalistas más decididos. Le admiro porque no se encadenó a ninguna escuela ni a ninguna profesión, porque no tenía necesidad de contemplarse constantemente en el espejo intelectual, como una cortesana entrada en años, y porque no tenía el deseo de atesorar la reputación tal y como se manifiesta en notas a pie de página, reconocimientos, discursos académicos, grados honoríficos y otras pócimas para aliviar los temores que produce la inseguridad. Le admiro, sobre todo, porque nunca intentó conseguir poder sobre sus amigos, ni a la fuerza ni por persuasión, sino que se sentía en paz y satisfecho con ser libre como un gorrión e igualmente inquisitivo.

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