Ray Bradbury, según la Encyclopædia Britannica
Bradbury, Ray
b. Aug. 22, 1920, Waukegan, Ill., U.S.
in full RAY DOUGLAS BRADBURY American author best known for highly imaginative science-fiction short stories and novels that blend social criticism with an awareness of the hazards of runaway technology.
Bradbury published his first story in 1940 and was soon contributing widely to magazines. His first book of short stories, Dark Carnival (1947), was followed by The Martian Chronicles (1950), which is generally accounted a science-fiction classic in its depiction of materialistic Earthmen exploiting and corrupting an idyllic Martian civilization. Bradbury's other important short-story collections include The Illustrated Man (1951), The Golden Apples of the Sun (1953), The October Country (1955), A Medicine for Melancholy (1959), The Machineries of Joy (1964), I Sing the Body Electric! (1969), and Quicker Than the Eye (1996). His novels include Fahrenheit 451 (1953; filmed 1966), Dandelion Wine (1957), Something Wicked This Way Comes (1962; filmed 1983), and Death Is a Lonely Business (1985). He wrote stage plays, television scripts, and several screenplays, including Moby Dick (1956; in collaboration with John Huston). In the 1970s Bradbury wrote several volumes of poetry, and in the 1970s and '80s he concentrated on writing children's stories and crime fiction. His short stories have been published in more than 700 anthologies.
Ray Bradbury, según Borges
(...) Por su carácter de anticipación de un porvenir posible o probable, el Somnium Astronomicum prefigura, si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del Norte denominan science-fiction o scientifiction (...) y del que son admirable ejemplo estas Crónicas [Marcianas]. Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la épica, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo -que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena.
Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado -el dark backward and abysm of Time del verso de Shakespeare. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero.
¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?
¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?
Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo «fantástico» o a lo «real», a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o la novelería de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street.
Acaso La tercera expedición es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el episodio titulado El marciano, que encierra una patética variación del mito de Proteo.
Hacia 1909 leí, con fascinada angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe, Los primeros hombres de la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy diversa, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores.
Jorge Luis Borges
Prólogo a: Ray Bradbury, Crónicas marcianas
Ed. Minotauro
Ray Bradbury, según John Huston
«Moby Dick» fue la película más difícil que he hecho en mi vida. Perdí tantas batallas mientras la hacía que llegué a pensar que mi ayudante de dirección estaba conspirando contra mí. Luego comprendí que era solamente Dios. Dios tenía una buena razón. Ahab veía a la ballena blanca como una máscara de la Deidad, y a la Deidad como una fuerza maligna. Para Dios era un placer atormentar y torturar al hombre. Ahab no negaba la existencia de Dios, simplemente le consideraba un asesino..., una idea absolutamente blasfema: «¿Ahab es Ahab? ¿Soy yo, es Dios, o quién, el que levanta este brazo?... ¿Dónde van los asesinos? ¿Quién condena, cuando el propio juez es llevado ante el tribunal?»
La película, como la novela, es una blasfemia, así que supongo que podemos pensar que cuando Dios nos envió aquellos terribles vientos y aquellas espantosas olas estaba defendiéndose.
He oído decir a la gente que había leído Moby Dick cuando eran niños. Esto les define instantáneamente como mentirosos. Nadie que no tenga por lo menos quince años -y sea muy maduro para su edad- podría enfrentarse a esas páginas. Trasladar una obra de esta magnitud a un guión era una obra abrumadora. Considerándolo retrospectivamente, me pregunto si es posible hacerle justicia a Moby Dick en el cine.
Yo había leído varios relatos de Ray Bradbury y veía en su obra algo de esa cualidad elusiva de Melville. Ray había indicado que le gustaría colaborar conmigo, así que cuando llegó el momento de escribir el guión, le pedí que se reuniera conmigo en Irlanda.
Ray es el mejor argumento que conozco a favor de quienes creen que Hal Croves era B. Craven. Sumamente original en su obra, desde la idea misma hasta el giro de una frase, en la conversación normal Ray hablaba siempre a base de tópicos y lugares comunes. Este hombre, que enviaba a la gente en vuelos exploratorios a lejanas estrellas, tenía pánico a los aviones. Costaba trabajo convencerle hasta de entrar en un coche. Recuerdo haber ido una mañana a Dublín con Ray. Llevábamos un chófer prudente que conducía a una velocidad moderada. Yo iba en el asiento delantero. Murmuré justo lo bastante alto para que Ray me oyera:
- Va usted un poco demasiado rápido, chófer. Reduzca.
- Sí, ¡reduzca la velocidad, por Dios Santo! -dijo Ray inmediatamente.
El chófer me miró con expresión de desconcierto. Le guiñé un ojo. Comprendió y disminuyó la velocidad. Ahora íbamos como a treinta kilómetros por hora por una carretera de primera.
- ¡Por amor de Dios, hombre! ¿Quiere usted matarnos? -exclamé.
Ray estaba ya prácticamente llorando. Cuando el chófer redujo a quince kilómetros por hora, Ray seguía rogándole que fuera más despacio.
John Huston, Memorias
Entrevista a Ray Bradbury
Viste bermudas, camisa, corbata, calcetines blancos y zapatillas. Sobre su nariz fuerte están calzados los anteojos de siempre. El pelo, blanquísimo, como de cuento infantil; la cara, franca y tostada. En la mesa escritorio, frente a él, cientos de papeles, sobres, cartas, libros, diarios, anotaciones, un teléfono,una radio, pequeños carteles. La mirada le brilla; la voz, potente, se vuelve un susurro cuando se pregunta cómo nació el universo. Ríe con ganas y dice que tiene tres libros para publicar este año y tres el próximo; que acaba de terminar un guión para cine, dos novelas, dos libros de poesía y uno de ensayos.
Ocho meses después de un ataque de apoplejía y recién cumplidos los 80, Ray Bradbury se emociona cuando habla de la vida y de Marte. Esa vibración es lo que más impacta de su presencia, aunque una mirada atenta podría descubrir a su derecha el bastón con cuatro patas que le ayuda a superar cierta dificultad en la pierna y el brazo de ese lado. "Gracias a Dios camino mejor y puedo hablar bastante bien -dice-. Y puedo crear con mi mente. Mi cerebro está bien. No fue afectado. Mi genio, o lo que fuere, quedó a salvo. Gracias al cielo."
El celebérrimo autor de ciencia ficción, padre de "Crónicas marcianas" (escrito hace 50 años) y de "Fahrenheit 451" (que será puesta en escena en enero próximo en Nueva York), se muestra en entrevista muy crítico con el uso que se hace de las nuevas tecnologías, y no duda en calificar el correo electrónico de pérdida de tiempo y fuente de cotilleos.
- ¿Continúa sin ordenador?
- No lo necesito, ni yo ni mucha gente. Depende, claro, de lo que uno haga. Hace 60 años que uso la máquina de escribir. Tengo tanto entrenamiento que puedo escribir sin errores, incluso puedo hacerlo en la oscuridad. Escribí una novela en la oscuridad una noche en París, mientras mi esposa Maggi dormía. Trabajé sin encender la luz. Cuando amaneció, había terminado la novela.
- ¿Nunca tuvo un ordenador personal?
- Me regalaron uno hace cosa de diez años, pero cometía errores y luego los tenía que corregir. Yo no cometo errores cuando escribo con la máquina eléctrica. Las teclas del ordenador son tan sensibles al tacto que uno suspira y ya está, ha cometido un error. Qué quiere que le diga. Me gusta el papel... Adoro mi IBM eléctrica. Además, los ordenadores son diez veces más caros que las máquinas de escribir.
- ¿No cree, sin embargo, que son avances que nos pueden mejorar la vida?
- Mire, ni Internet ni los ordenadores son malos en sí mismos, lo que sí puede ser malo es el uso que uno hace de ellos. Para mí, es la gente la que tiene que decir cuál es la función de la tecnología en su vida, cómo va a usarla... Mucho de esto está orientado al consumidor varón, al macho... Más grande o más joven, el hombre gusta de jugar con juguetes. Internet y los ordenadores son juguetes, pero fíjese que no les gustan a las mujeres, porque las mujeres tienen más sentido común para estas cosas. No se les ocurre perder el tiempo con estas cosas... No es la máquina la que escribe. Es esto... -señala su cabeza-, la mente.
- Pero no se puede negar que Internet nos permite estar mejor comunicados...
- Tenemos demasiadas comunicaciones, estamos demasiado comunicados. ¿Con cuánta gente quiere usted estar conectada? ¿Cuántos amigos de verdad tiene? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Por qué se quiere estar en contacto con todo el mundo? Yo creo en el contacto humano.
- ¿Tampoco rescata la red como herramienta para investigar, para universidades, escuelas, bibliotecas?
- Sí, para investigadores me parece fantástico. Pero el ciudadano medio no es investigador, para él no es de primera necesidad.
- ¿Cree que vamos hacia un mundo sin libros, como en "Fahrenheit", donde se quemaba todo lo escrito en papel?
- Yo soy un loco de las bibliotecas, pero mi padre y mi madre las visitaban de vez en cuando. Tengo tres hijas que leen libros y otra que no lee nada. Que alguien me explique eso. ¿De dónde viene? ¿Está emparentada conmigo? Nuestra curiosidad por las cosas es un misterio y eso me hace tener esperanzas de que las bibliotecas no desaparecerán. Lo que pasa es que ahora estamos sometidos a un bombardeo tecnológico: ¡Oh, sí! Tengo que tener esto o aquello. Internet, un nuevo ordenador. ¡Cada día es Navidad!
- ¿Qué papel tiene la televisión en todo esto?
- Mire, lo que los chicos ven por televisión depende de los padres. Hay canales buenos y canales malos. Pero son los padres los que deben asegurarse de que los chicos estén frente al canal correcto y no frente a uno lleno de noticias de violencia sexual, homicidios y accidentes.
- Veo que da mucha importancia al entorno familiar...
- Mucha. Seguramente usted, como yo, fue criada en una buena familia, y nuestro comportamiento depende de cómo intentemos complacer a nuestros padres. Si ellos son buenos ejemplos, antes de hacer algo uno se cuestionará si está bien o si está mal, según lo que ha aprendido de ellos, más allá de que estén vivos o muertos. Es positivo que uno tenga influencia de gente que aprecia.
- ¿Compraría un libro por Internet?
- Si uno quiere comprar un libro clásico, uno de William Faulkner o de Ernest Hemingway, lo veo bien, sí. Uno sabe qué está comprando. Conoce esas obras, ya las ha visto. Pero si uno quiere comprar un libro nuevo, que no conoce, sería muy tonto recurrir a Internet. Uno tiene que ir a la librería, tomar el libro entre sus manos, leer la solapa, hojearlo...
- A mucha gente le entusiasma poder hacer trámites desde casa...
- Pero ¿qué le pasa a la gente que no quiere salir de su casa?
- ¿Qué opina del e-mail?
- Una pérdida de tiempo, un cotilleo. Si va a escribir, escriba una carta a mano o a máquina. O levante el teléfono y hable. O mande un fax. Si casi es tan rápido como el e-mail, apenas unos segundos más. Con mi hija que vive en Phoenix los fax van y vienen. Ella transcribe mis textos y los pasa por el fax. Yo hago las correcciones y le reenvío el material para que lo vuelva a mecanografiar. A veces le dicto cosas por teléfono.
- Ordenadores, Internet, e-mail. ¿Es un proceso imparable?
- No lo sé. Hace dos años hablé con un grupo de técnicos de la industria cinematográfica. Se proyectaron, antes de la charla, películas actuales de ciencia ficción. Advertí que son todo efectos especiales. No hay trama. Lo bombardean a uno con una explosión tras otra y lo hacen viajar por el espacio. Pero son fuegos de artificio. Maravillosos, sí, pero fuegos de artificio al fin.
- ¿Qué opina de la biotecnología y concretamente de la clonación?
- Bueno, lo importante de la biotecnología es que por medio de ella se logre combatir y vencer enfermedades como el mal de Alzheimer. Eso sería extraordinario. Ahí es distinto, pero ¿la clonación de seres humanos porque sí, por repetir el modelo? No, en absoluto.
- ¿Cómo imagina el futuro un escritor de ciencia ficción como usted?
- Vamos a volver a la Luna, lo que es la mejor noticia, y también vamos a ir a Marte. Ojalá esté yo vivo para verlo. Me gustaría que el Gobierno se cuestionara por qué no volvimos a la Luna. No debimos haberla dejado nunca. Fue algo glorioso para nosotros. Aquella noche, cuando el hombre pisó la Luna, toda la gente en este país, en su país, en todo el mundo, levantó los ojos hacia el cielo, miró la Luna y dijo: ¡Oh, Dios, lo logramos! Somos libres de la gravedad, libres de andar por el universo. Nuestro destino no es estar solamente aquí en la Tierra.
- ¿Cuál sería entonces?
- ¿Para qué hemos nacido? Para mirar todo el universo, para celebrarlo. Es sencillamente pura energía deslumbrándonos desde el increíble cosmos. Tenemos que salir a examinarlo y colonizarlo.
- ¿Cuándo podría ocurrir eso?
- Podríamos hacerlo mañana, podríamos empezar mañana. Deberíamos preparar el aterrizaje en Marte, deberíamos estar yendo ahora mismo. El problema es el de siempre... los políticos, los nuestros como los vuestros, son iguales en todas partes. Ellos no sueñan. No son románticos. No advierten que el universo es mucho más grande que esto.
- ¿Qué cree que estamos haciendo aquí?
- Yo concluí que el universo y billones de estrellas y la Tierra están acá para que los veamos, para que seamos testigos, para conocer todo lo que se ha logrado. Yo fui desarrollado para ver ese misterio. Si no, no tendría sentido. Tenemos que cumplir nuestro destino y volver a la Luna, y a Marte, y expandirnos, expandirnos. George Bernard Shaw, en muchos de sus ensayos y obras de teatro, habla de esa voluntad oculta, ese misterio no desvelado de estar siempre en movimiento hacia alguna parte, para hacer algo que nos lleve a ese lugar. No sabemos bien por qué. Sólo nos mueve nuestra fe.
- Conmueve su optimismo...
- No, lo que soy es un individuo que trata de tener una línea de comportamiento óptima. Me gusta alentar a la gente a comportarse al máximo de sus posibilidades genéticas. Yo lo he hecho. No me quedé de brazos cruzados y sin hacer nada. De modo que al final del año, después de 365 días de creación, surge una sensación de optimismo, pero no es optimismo. Uno debe inventarse a sí mismo todos los días y no sentarse a ver cómo el mundo pasa allí delante, sin que uno participe.
- ¿Qué es la vida para usted?
- La vida es un don y así debemos disfrutarla. Esta es una oportunidad gloriosa. Sólo estaremos aquí una vez. Tengo la oportunidad de escribir cada vez que siento que tengo un propósito. ¿Y cuál fue mi objetivo cuando escribí tal o cual artículo? Escribir el mejor artículo que se haya escrito hasta ese momento.
Ana D'Onofrio
La Vanguardia - 27/08/2000
© "La Nación"
Ray Bradbury, según él mismo
Cómo alimentar a una musa y conservarla
... Mírese, entonces. Pondere aquello que lo ha alimentado durante años. ¿Fue un banquete o una dieta de inanición?
¿Quiénes son sus amigos? ¿Creen en usted? ¿O le atrofian el crecimiento a fuerza de ridículo e incredulidad? Si éste es su caso, usted no tiene amigos. Vaya a encontrar alguno.
La mente secreta
Yo nunca en mi vida había querido ir a Irlanda. Pero allí estaba John Huston, al teléfono, pidiéndome que fuera a tomar una copa a su hotel. Esa tarde, copas en mano, Huston me oteó cuidadosamente y dijo:
- ¿Qué le parecería vivir en Irlanda y escribir mi Moby Dick para la pantalla?
Y de repente partimos tras la Ballena Blanca; yo, mi mujer y mis dos hijas. Seguir el rastro a la Ballena, cazarla y quitarle las aletas me llevó nueve meses.
De octubre a abril viví en un país donde no quería estar.
Me pareció que no veía, oía ni sentía nada de Irlanda. La Iglesia era deplorable. El tiempo espantoso. La pobreza inadmisible. No quería enterarme. Además, estaba ese Gran Pez...
No contaba con que mi inconsciente me hiciera una zancadilla. En medio de tanta humedad raída. Mientras armado de mi máquina intentaba llevar el Leviatán a la playa, mis antenas captaban a las gentes. No es que mi yo despierto, consciente y en marcha no se fijara en ellos, los quisiera, los admirara y tuviese algunos amigos. No. Pero lo general y omnipresente eran la pobreza y la lluvia y la pena por mí mismo en un país apenado.
Con la Bestia fundida en aceite y entregada a las cámaras huí de Irlanda, convencido de que no había aprendido nada salvo a temer las tormentas, las nieblas y los mendigos de las calles de Dublín y de Kilcock.
Pero el ojo subliminal es taimado. Mientras yo lamentaba la dureza del trabajo y mi incapacidad, día por medio, para sentirme tan parecido a Herman Melville como yo deseaba, mi interioridad se mantenía alerta, husmeaba en las honduras, escuchaba con paciencia, observaba con rigor y archivaba a Irlanda y su gente hasta el día en que al fin me aflojé y me sorprendieron surgiendo a torrentes.
Volví a casa vía Sicilia e Italia, donde me horneé para desprenderme del invierno irlandés, asegurando a todos y cada uno que nunca escribiría «nada sobre los Veloces de Connemara ni las Gacelas de Donnybrook».
Debería haber recordado mi experiencia de años antes en México, donde había encontrado, no lluvia y pobreza, sino pobreza y sol, y había huido espantado por el clima de mortandad y el terrible olor dulzón que tienen los mexicanos cuando se mueren. Con eso había escrito al menos ciertas buenas pesadillas.
Aún así, insistí: Eire estaba muerta, no había dejado rastros, su gente no iba a perseguirme.
Pasaron varios años.
Hasta que una tarde de lluvia Mike el taxista (que en realidad se llamaba Nick) vino, inadvertido, a sentárseme en la mente. Me codeó con suavidad y se atrevió a recordarme nuestros viajes juntos por las ciénagas, a lo largo del Liffey, con él hablando, noche tras noche, a través de la niebla, al volante de su viejo coche de hierro, y llevándome lentamente al hotel, el Royal Hibernium. Mike, el hombre que tras docenas de Viajes Oscuros yo había conocido mejor en todo ese país verde y salvaje.
- Cuenta la verdad sobre mí -dijo Mike-. Vuélcalo como fue, nada más.
Y de pronto tuve un cuento y una obra de teatro. Y el cuento es verdad y la obra es verdad. Sucedió así. No habría podido suceder de otro modo. Bien, el cuento se comprende; pero ¿por qué después de tantos años me volví hacia el escenario? No era un giro sino un regreso. De niño actué en teatros de aficionados y en la radio. De joven escribí obras de teatro. Pasaron años. Fui a ver cientos de obras. Me encantaban. Sin embargo, seguía sin escribir un Acto I, Escena I. Luego vino Moby Dick, un lapso de meditación, y de pronto apareció Mike, mi taxista, a hurgarme el alma y sacar a la luz bocados de aventura de pocos años antes, junto a la colina de Tara o tierra adentro, entre cambiantes hojas de otoño en Killeshandra.
Habiéndome atrevido una vez, exuberante, me atreví de nuevo. Cuando de mi máquina saltó Mike, espontáneamente le siguieron otros. Y cuantos más se arremolinaban, más pugnaban por llenar las líneas.
De pronto vi que sabía de las mezcolanzas y conmociones de los irlandeses más de lo que hubiera podido desenredar en un mes o un año de escritura. Sin advertirlo me encontré bendiciendo mi mente secreta. En una vasta estafeta interior, convocados por sus nombres, se afanaban noches, pueblos, climas, animales, bicicletas, iglesias, cines, y marchas rituales y bandadas.
Mike me había empujado a paso tranquilo; yo eché a trotar y pronto estaba a pleno galope.
Recién nacidas, las historias, las obras, eran una camada aullante. A mí no me cabía sino apartarme del camino...
Sólo después se puede fijar, examinar, explicar.
Intentar saber de antemano es congelar y matar.
La deliberación es la enemiga de todo arte, sea la actuación, la escritura, la pintura o la propia vida, que es el arte más grande...
De modo que, creyéndome en quiebra, ignorante, desatento, terminé con varias piezas en un acto, una en tres actos, ensayos, poemas y una novela sobre Irlanda. Era rico y no lo sabía. Todos somos ricos e ignoramos la enterrada evidencia de la sabiduría acumulada.
Así que, una y otra vez, mis cuentos y mis obras me enseñan, me recuerdan, que nunca debo volver a dudar de mí mismo, de mis entrañas, de mis ganglios y del tablero Ouija de mi inconsciente.
De ahora en adelante espero estar siempre atento, educarme lo mejor que pueda. Pero, si me falta esto, en el futuro me volveré a mi mente secreta para ver qué ha observado cuando me parezca que he pasado algo por alto.
Nunca pasamos nada por alto.
Somos copas que se llenan constantemente, silenciosamente.
El truco consiste en saber volcarse para que la belleza se derrame.
El otro yo
No escribo yo...
el otro que hay en mí
pide aflorar constantemente.
Mas si me apresuro a volverme y mirarlo
él vuelve a escabullirse
al momento y al lugar
donde estaba antes
pues sin saberlo entorné la puerta
y lo dejé salir.
A veces un grito encendido lo llama;
comprende que lo necesito,
y yo también. Su tarea
será decirme quién soy bajo la máscara.
Ray Bradbury, El zen y el arte de escribir
Ed. Minotauro
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