domingo, 26 de octubre de 2008

Recuerdo de Federico García Lorca

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Doña Fina (de Calderón, alguien que ha conocido a los mejores poetas españoles del siglo) recordó en directo aquella tarde, siendo niña, en que su padre llegó a casa acompañado de García Lorca. No quería ponerse muletas y García Lorca hizo de mediador: «Las muletas son alas de palo de los ángeles y de los niños buenos».

«Y tú, ¿por qué no las llevas si te gustan tanto?», replicó Fina.

Lorca cogió una, la apoyó en el suelo y respondió: «Son escaleras traidoras».

«¿Y las gomas en las puntas son para borrar los pasos?», le preguntó Fina.

Lorca se acercó, le dio un beso en la mejilla y le dijo: «Mira, niña, los pasos nunca se borran».



Programa de radio 'Con solera', Onda Cero (España)

Citado por: Luis Oz, Diario El Mundo, 16 Julio 2000

Paul K. Feyerabend

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Admiro y respeto a mucha gente, pero respeto sólo a muy pocos intelectuales. Admiro a Marlene Dietrich, que consiguió pasar por la vida, una larga vida, con estilo y ha enseñado un par de cosas a muchos de nosotros. Admiro a Ernst Bloch porque habla la lengua de la gente corriente y porque ensalza las pintorescas descripciones de la vida que esa gente y sus poetas nos han ofrecido. Admiro a Paracelso porque sabía que el conocimiento sin corazón es algo vacío. Admiro a Lessing por su independencia, por su buena disposición a cambiar de parecer, y le admiro mucho más por su honestidad, pues es una de esas raras personas que pueden ser honestas y tener humor al mismo tiempo, y utilizan la honestidad como guía en sus vidas privadas, no como un garrote para someter a la gente. Le admiro por su estilo libre, claro y vivo... Le admiro porque fue un pensador sin doctrina y un estudioso sin escuela: cada problema y cada fenómeno que abordaba era para él una situación única que tenía que explicarse y esclarecerse de manera única. No existían fronteras para su curiosidad y ningún tipo de criterio restringía su pensamiento: aceptaba la colaboración, en cualquier investigación particular, de pensamiento y emociones, fe y conocimiento. Le admiro porque no quedaba satisfecho con una claridad ficticia sino que se daba cuenta de que la comprensión se consigue a menudo a través de un oscurecimiento de las cosas, a través de un proceso en el que lo que parecía verse con claridad se pierde en una lejanía incierta. Le admiro porque no rechazaba los sueños ni los cuentos de hadas sino que los acogía como instrumentos para liberar a la humanidad del yugo de los racionalistas más decididos. Le admiro porque no se encadenó a ninguna escuela ni a ninguna profesión, porque no tenía necesidad de contemplarse constantemente en el espejo intelectual, como una cortesana entrada en años, y porque no tenía el deseo de atesorar la reputación tal y como se manifiesta en notas a pie de página, reconocimientos, discursos académicos, grados honoríficos y otras pócimas para aliviar los temores que produce la inseguridad. Le admiro, sobre todo, porque nunca intentó conseguir poder sobre sus amigos, ni a la fuerza ni por persuasión, sino que se sentía en paz y satisfecho con ser libre como un gorrión e igualmente inquisitivo.

Karl Popper - Tolerancia y responsabilidad intelectual

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Sugiero la necesidad de una nueva ética profesional, principal, pero no exclusivamente, para los científicos. Sugiero que se base en los doce principios siguientes:

  1. Nuestro saber conjetural objetivo va siempre más lejos del que una persona puede dominar. Por eso no hay ninguna autoridad. Esto rige también dentro de las especialidades.

  2. Es imposible evitar todo error o incluso tan sólo todo error en sí evitable. Los errores son continuamente cometidos por todos los científicos. La vieja idea de que se pueden evitar los errores, y de que por eso se está obligado a evitarlos, debe ser revisada: ella misma es errónea.

  3. Naturalmente sigue siendo tarea nuestra evitar errores en lo posible. Pero precisamente, para evitarlos, debemos ante todo tener bien claro cuán difícil es evitarlos y que nadie lo consigue completamente. Tampoco lo consiguen los científicos creadores, los cuales se dejan llevar de su intuición: la intuición también nos puede conducir al error.

  4. También en nuestras teorías mejor corroboradas pueden ocultarse errores, y es tarea específica de los científicos el buscarlos. La constatación de que una teoría bien corroborada o un proceder práctico muy empleado es falible puede ser un importante descubrimiento.

  5. Debemos, por tanto, modificar nuestra posición ante nuestros errores. Es aquí donde debe comenzar nuestra reforma ético-práctica. Pues la vieja posición ético-profesional lleva a encubrir nuestros errores, a ocultarlos y, así, a olvidarlos tan rápidamente como sea posible.

  6. El nuevo principio fundamental es que nosotros, para aprender a evitar en lo posible errores, debemos precisamente aprender de nuestros errores. Encubrir errores es, por tanto, el mayor pecado intelectual.

  7. Debemos, por eso, esperar siempre ansiosamente nuestros errores. Si los encontramos debemos grabarlos en la memoria: analizarlos por todos lados para llegar a su causa.

  8. La postura autocrítica y la sinceridad se tornan, en esta medida, deber.

  9. Porque debemos aprender de nuestros errores, por eso debemos también aprender a aceptar agradecidos el que otros nos hagan conscientes de ellos. Si hacemos conscientes a los otros de sus errores, entonces debemos acordarnos siempre de que nosotros mismos hemos cometido, como ellos, errores parecidos. Y debemos acordarnos de que los más grandes científicos han cometido errores. Con toda seguridad no afirmo que nuestros errores sean habitualmente perdonables: no debemos disminuir nuestra atención. Pero es humanamente inevitable cometer siempre errores.

  10. Debemos tener bien claro que necesitamos a otras personas para el descubrimiento y corrección de errores (y ellas a nosotros); especialmente personas que han crecido con otras ideas en otra atmósfera. También esto conduce a la tolerancia.

  11. Debemos aprender que la autocrítica es la mejor crítica; pero que la crítica por medio de otros es una necesidad. Es casi tan buena como la autocrítica.

  12. La crítica racional debe ser siempre específica: debe ofrecer fundamentos específicos de por qué parecen ser falsas afirmaciones específicas, hipótesis específicas o argumentos específicos no válidos. Debe ser guiada por la idea de acercarse en lo posible a la verdad objetiva. Debe, en este sentido, ser impersonal.

Les pido que consideren mis formulaciones como propuestas. Ellas deben mostrar que, también en el campo ético, se pueden hacer propuestas discutibles y mejorables.



Karl R. Popper, En busca de un mundo mejor

Isaiah Berlin - La persecución del ideal

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[...] Después de esto empecé a leer espontáneamente al pensador alemán del siglo XVIII Johann Gottfried Herder. Vico pensaba en una sucesión de civilizaciones, Herder iba más allá y comparaba las culturas nacionales de diversos países y períodos, y afirmaba que toda sociedad tenía lo que él llamaba su centro de gravedad propio, que difería de los de los demás. Si, como él deseaba, hemos de entender las sagas escandinavas o la poesía de la Biblia, no debemos aplicarles los criterios estéticos de los críticos del París dieciochesco. La forma de vivir de los hombres, su modo de pensar, de sentir, de hablar entre ellos, las ropas que visten, las canciones que cantan, los dioses que adoran, los alimentos que comen, sus supuestos básicos, las costumbres, los hábitos que les son intrínsecos..., eso es lo que crea las comunidades, cada una de las cuales tiene su propio «estilo de vida». Las comunidades pueden parecerse entre ellas en muchos aspectos, pero los griegos difieren de los alemanes luteranos, los chinos difieren de ambos; lo que persiguen y lo que temen o adoran raras veces es similar.


A este punto de vista se le ha llamado relativismo moral o cultural; esto es lo que pensaba un gran investigador, mi amigo Arnaldo Momigliano, al que tanto admiro, de Vico y de Herder. Se equivocaba. No es relativismo. Miembros de una cultura pueden, por la fuerza de la intuición imaginativa, entender (lo que Vico llamaba entrare) los valores, ideales, formas de vida de otra cultura o sociedad, incluso de las remotas en el espacio o en el tiempo. Esos valores pueden resultarles inaceptables, pero si abren la mente lo suficiente pueden llegar a entender cómo era posible ser un ser humano pleno, con el que uno podría comunicarse, y vivir al mismo tiempo de acuerdo con valores muy diferentes de los propios, pero a los que sin embargo puede uno considerar valores, fines de la vida, cuya consecución puede permitir a los hombres realizarse plenamente.


«Yo prefiero café, tú prefieres champán, tenemos gustos diferentes, no hay más que decir.» Eso es relativismo. Pero el punto de vista de Vico, y el de Herder, no es ése, sino lo que yo describiría como pluralismo. Es decir, la idea de que hay muchos fines distintos que pueden perseguir los hombres y aun así ser plenamente racionales, hombres completos, capaces de entenderse entre ellos y simpatizar y extraer luz unos de otros, lo mismo que la obtenemos leyendo a Platón o las novelas del Japón medieval, que son mundos, puntos de vista, muy alejados del nuestro. Porque si no tuviésemos ningún valor en común con esas personalidades remotas cada civilización estaría encerrada en su propia burbuja impenetrable y no podríamos entenderlas en absoluto; a esto equivale la tipología de Spengler. La intercomunicación de las culturas en el tiempo y en el espacio sólo es posible porque lo que hace humanos a los hombres es común a ellas, y actúa como puente entre ellas. Pero nuestros valores son nuestros y los suyos son suyos. Tenemos libertad para criticar los valores de otras culturas, para condenarlos, pero no podemos pretender que no los entendemos en absoluto, o considerarlos sólo subjetivos, producto de criaturas de circunstancias diferentes con gustos diferentes a los nuestros, que no nos dicen nada.


Hay un mundo de valores objetivos. Me refiero con esto a esos fines que los hombres persiguen por interés propio, para los que las otras cosas son medios. No soy ciego a lo que los griegos estimaban, sus valores pueden no ser los míos, pero puedo entender lo que sería vivir iluminado por ellos, puedo admirarlos y respetarlos, e incluso imaginarme persiguiéndolos, pero no lo hago, y no deseo hacerlo y quizá no pudiese si lo desease. Las formas de vida difieren. Los fines, los principios morales, son muchos. Pero no infinitos: han de estar dentro del horizonte humano. Si no lo están, quedan fuera de la esfera humana. Si encuentro hombres que adoran a los árboles no porque sean símbolos de fertilidad o porque sean divinos, con una vida misteriosa y poderes propios, o porque este bosque está consagrado a Atenea, sino sólo porque están hechos de madera; y si cuando les pregunto por qué adoran la madera dicen: «porque es madera» y no dan más respuesta, yo ya no sé lo que quieren decir. Si fuesen humanos, no serían seres con los que yo pudiese comunicarme, hay una barrera real. No son humanos para mí. Ni siquiera puedo calificar sus valores de subjetivos si no puedo imaginar lo que sería intentar llevar ese tipo de vida.


Lo que es evidente es que los valores pueden chocar; por eso es por lo que las civilizaciones son incompatibles. Puede haber incompatibilidad entre culturas o entre grupos de la misma cultura o entre usted y yo. Usted cree que siempre hay que decir la verdad, pase lo que pase; yo no, porque creo que a veces puede ser demasiado doloroso o demasiado destructivo. Podemos discutir nuestros puntos de vista, podemos intentar encontrar un terreno común, pero al final lo que usted persigue puede no ser compatible con los fines a los que yo considero que he consagrado mi vida. Los valores pueden muy bien chocar dentro de un mismo individuo; y eso no significa que unos hayan de ser verdaderos y otros falsos. La justicia, la justicia rigurosa, es para algunas personas un valor absoluto, pero no es compatible con lo que pueden ser para ellas valores no menos fundamentales (la piedad, la compasión) en ciertos casos concretos.


La libertad y la igualdad figuran entre los objetivos primordiales perseguidos por los seres humanos a lo largo de muchos siglos; pero la libertad total para los lobos es la muerte para los corderos, la libertad total para los poderosos, los dotados, no es compatible con el derecho a una existencia decente de los débiles y menos dotados. Un artista, para crear una obra maestra, puede llevar una vida que hunda a su familia en el sufrimiento y la miseria a los que él es indiferente. Podemos condenarle y proclamar que la obra maestra debe sacrificarse a las necesidades humanas, o podemos ponernos de su parte, pero ambas actitudes encarnan valores que para algunos hombres o mujeres son fundamentales, y que son inteligibles para todos nosotros si tenemos alguna compasión o imaginación o comprensión de los seres humanos. La igualdad puede exigir que se limite la libertad de los que quieren dominar; la libertad (y sin una cierta cuantía de ella no hay elección y por tanto ninguna posibilidad de mantenerse humano tal como entendemos la palabra) puede tener que reducirse para dejar espacio al bienestar social, para alimentar al hambriento, vestir al desnudo, cobijar al que no tiene casa, para dejar espacio a la libertad de otros, para que pueda haber justicia o equidad.


Antígona se enfrenta a un dilema al que Sófocles da implícitamente una solución. Sartre da la contraria, mientras que Hegel propone «sublimación» a un cierto nivel más elevado... un pobre consuelo para los torturados por dilemas de este tenor. La espontaneidad, una cualidad humana maravillosa, no es compatible con la capacidad para la previsión organizada, para el cálculo delicado de qué y cuánto y dónde... del que puede depender en gran medida el bienestar de la sociedad. Todos tenemos noticia de las alternativas torturantes del pasado reciente. ¿Debe un individuo oponerse a una tiranía monstruosa cueste lo que cueste, a expensas de las vidas de sus padres o de sus hijos? ¿Se debe torturar a los niños para extraer información sobre traidores o delincuentes peligrosos?


Estas colisiones de valores son de la esencia de lo que son y de lo que somos. Si nos dijesen que esas contradicciones se resolverían en algún mundo perfecto en el que todas las cosas buenas pueden armonizarse por principio, entonces debemos responder, a los que dicen esto, que los significados que ellos asignan a los nombres que para nosotros denotan los valores contradictorios no son los nuestros. Hemos de decir que el mundo en el que lo que nosotros vemos como valores incompatibles no son contradictorios es un mundo absolutamente incomprensible para nosotros; que los principios que están armonizados en ese otro mundo no son los principios de los que tenemos conocimiento en nuestra vida cotidiana; si se han transformado, lo han hecho en conceptos que nosotros no conocemos en la tierra. Y es en la tierra donde vivimos, y es aquí donde debemos creer y actuar.


La noción del todo perfecto, la solución final, en la que todas las cosas coexisten, no sólo me parece inalcanzable (eso es una perogrullada) sino conceptualmente ininteligible; no sé qué se entiende por una armonía de este género. Algunos de los Grandes Bienes no pueden vivir juntos. Es una verdad conceptual. Estamos condenados a elegir, y cada elección puede entrañar una pérdida irreparable. Felices los que viven bajo una disciplina que aceptan sin hacer preguntas, los que obedecen espontáneamente las órdenes de dirigentes, espirituales o temporales, cuya palabra aceptan sin vacilación como una ley inquebrantable; o los que han llegado, por métodos propios, a convicciones claras y firmes sobre qué hacer y qué ser que no admiten duda posible. Sólo puedo decir que los que descansan en el lecho de un dogma tan cómodo son víctimas de formas de miopía autoprovocada, de anteojeras que pueden proporcionar satisfacción pero no una comprensión de lo que es ser humano.





Baste esto por lo que toca a la objeción teórica, decisiva, creo yo, a la idea del estado perfecto como objetivo razonable de nuestros esfuerzos. Pero hay un obstáculo sociosicológico que se opone a esto además, un obstáculo que se puede plantear a aquellos cuya fe sencilla, de la que la humanidad se ha nutrido durante tanto tiempo, se resiste a todo género de argumentaciones filosóficas. No hay duda de que se pueden resolver algunos problemas, de que algunos males se pueden curar, en la vida social y en la individual. Podemos librar a los hombres del hambre o de la miseria o de la injusticia, podemos sacarles de la esclavitud o de la cárcel, y obrar bien con ello..., todos los hombres tienen un sentimiento básico del bien y el mal, pertenezcan a la cultura que pertenezcan; pero todo estudio de la sociedad muestra que cada solución crea una nueva situación que engendra necesidades y problemas nuevos propios, nuevas exigencias. Los hijos han obtenido lo que sus padres y abuelos anhelaban... mayor libertad, mayor bienestar material, una sociedad más justa; pero los viejos males se olvidan y los hijos se enfrentan a los nuevos problemas que traen consigo las propias soluciones de los viejos, y aunque también éstos puedan resolverse, generarán nuevas situaciones, y con ellas necesidades nuevas, y así sucesivamente, siempre, de modo impredecible.


No podemos legislar para las consecuencias desconocidas de consecuencias de consecuencias. Los marxistas nos dicen que una vez que se ha obtenido la victoria y se inicia la historia verdadera, los nuevos problemas que puedan surgir generarán sus propias soluciones, que podrán aplicar pacíficamente los poderes unidos de una sociedad armoniosa y sin clases. Esto a mí me parece un ejemplo de optimismo metafísico que carece por completo de base en la experiencia histórica. En una sociedad en la que se aceptan universalmente los mismos objetivos los problemas sólo pueden ser de medios, solucionables todos con métodos técnicos. Sería una sociedad en la que la vida interior del hombre, la imaginación moral, espiritual y estética, ya no hablaría. ¿Se debería destruir a hombres y mujeres y esclavizar sociedades para conseguir eso? Las utopías tienen su valor (nada expande tan maravillosamente como ellas los horizontes imaginativos de las potencialidades humanas) pero como guías a seguir pueden resultar literalmente fatales. Tenía razón Heráclito, las cosas no pueden estar quietas.


Mi conclusión es, por tanto, que la noción misma de una solución final no sólo es impracticable sino que, si yo no me equivoco y algunos valores no pueden sino chocar, es también incoherente. La posibilidad de una solución final (incluso si olvidamos el sentido terrible que estas palabras adquirieron en los tiempos de Hitler) resulta ser una ilusión; y una ilusión muy peligrosa. Pues si uno cree realmente que es posible solución semejante, es seguro que ningún coste sería excesivo para conseguir que se aplicase: lograr que la humanidad sea justa y feliz y creadora y armónica para siempre, ¿qué precio podría ser demasiado alto con tal de conseguirlo? Con tal de hacer esa tortilla, no puede haber, seguro, ningún límite en el número de huevos a romper. Ésa era la fe de Lenin, de Trotski, de Mao, y por lo que yo sé de Pol Pot. Puesto que yo conozco el único camino verdadero para solucionar definitivamente los problemas de la sociedad, sé en qué dirección debo guiar la caravana humana; y puesto que usted ignora lo que yo sé, no se le puede permitir que tenga libertad de elección ni aun de un ámbito mínimo, si es que se quiere lograr el objetivo. Usted afirma que cierta política determinada le hará más feliz o más libre o le dará espacio para respirar; pero yo sé que está usted equivocado, sé lo que necesita usted, lo que necesitan todos los hombres; y si hay resistencia debida a ignorancia o a maldad, hay que acabar con ella y puede que tengan que perecer cientos de miles para hacer a millones felices para siempre. ¿Qué elección nos queda a nosotros, que sabemos, sino la de estar dispuestos a sacrificarles?


Algunos profetas armados pretenden salvar a la humanidad, y otros sólo a su propia raza por sus atributos superiores, pero, sea cual sea el motivo, los millones sacrificados en guerras o revoluciones (cámaras de gas, gulag, genocidio, todas las monstruosidades por las que se recordará nuestro siglo) son el precio que ha de pagar el hombre por la felicidad de generaciones futuras. Si uno desea de verdad salvar a la humanidad, ha de endurecer el corazón y no pensar en costes.


Alexander Herzen, un radical ruso, dio la respuesta a esto hace más de un siglo. En su ensayo Desde la otra orilla, que es como una esquela necrológica de las revoluciones de 1848, dijo que en su época había surgido una nueva forma de sacrificio humano, el de seres humanos vivos en los altares de abstracciones: nación, iglesia, partido, clase, progreso, las fuerzas de la historia. Si estas abstracciones, que se invocaron todas en su época y se han invocado también en la nuestra, exigen sacrificios de seres humanos vivos, hay que satisfacerlas. Éstas son sus palabras:


«Si el objetivo es el progreso, ¿para quién estamos trabajando? Quién es este Molok que se retira cuando los que se esfuerzan afanosos se aproximan ya a él; y que no puede proporcionar más consuelo a las multitudes condenadas y exhaustas, que gritan morituri te salutant que... la respuesta burlona de que después de que se mueran todo será maravilloso en este mundo. ¿Deseas verdaderamente condenar a los seres humanos vivos hoy al triste papel... de desdichados galeotes que, con la basura hasta las rodillas, arrastran una embarcación... con... "progreso en el futuro" escrito en su bandera?...; un objetivo que es infinitamente remoto no es un objetivo, es sólo... un engaño; un objetivo debe hallarse más cerca... en el salario del trabajador como mínimo o en satisfacción en el trabajo realizado.»


De lo único que podemos estar seguros es de la realidad del sacrificio, la muerte de los muertos. Pero el ideal por el que mueren sigue sin hacerse realidad. Se han roto ya los huevos, y el hábito de romperlos crece, pero la tortilla sigue siendo invisible. Los sacrificios por objetivos a corto plazo, la coerción, si la situación de los individuos es desesperada y exige realmente esas medidas, puede estar justificada. Pero el holocausto por objetivos lejanos es una burla cruel de todo lo que los hombres juzgan estimable, ahora y en todas las épocas.





Si la antigua y perenne creencia en la posibilidad de materializar la armonía definitiva es una falacia y las posiciones de los pensadores a los que he apelado (Maquiavelo, Vico, Herder, Herzen) son válidas, entonces, si admitimos que los Grandes Bienes pueden chocar, que algunos de ellos no pueden vivir juntos, aunque sí puedan otros; en suma, que uno no puede tenerlo todo, en la teoría además de en la práctica; y si la creatividad humana ha de basarse en una diversidad de elecciones que sean mutuamente excluyentes, entonces, como preguntaban en tiempos de Chernishevski y Lenin: «¿Qué hay que hacer?» ¿Cómo elegir entre posibilidades? ¿Qué y cuánto ha de sacrificarse a qué? Yo creo que no hay una respuesta clara. Pero las colisiones, aunque no puedan evitarse, se pueden suavizar. Las pretensiones pueden equilibrarse, se puede llegar a compromisos: en situaciones concretas no todas las pretensiones tienen igual fuerza, tanta cuantía de libertad y tanta de igualdad, tanto de aguda condena moral y tanto de comprensión de una determinada situación humana; tanto de aplicación plena de la ley y tanto de la prerrogativa de clemencia; tanto de dar de comer a los hambrientos, de vestir al desnudo, curar al enfermo, cobijar al que no tiene techo. Deben establecerse prioridades, nunca definitivas y absolutas.


La primera obligación pública es evitar el sufrimiento extremo. Las revoluciones, guerras, asesinatos, las medidas extremas, pueden ser necesarias en situaciones desesperadas. Pero la historia nos enseña que sus consecuencias pocas veces son las previstas; no hay ninguna garantía, a veces ni siquiera una probabilidad lo suficientemente grande, de que estos actos traigan una mejora. Podemos correr el riesgo de la actuación drástica, en la vida personal o en la política pública, pero debemos tener en cuenta siempre, no olvidarlo nunca, que podemos estar equivocados, que la seguridad respecto a los efectos de tales medidas conduce invariablemente a un sufrimiento evitable de los inocentes. Tenemos que estar dispuestos, por tanto, a hacer eso que llaman concesiones mutuas: normas, valores, principios, deben ceder unos ante otros en grados variables en situaciones específicas. Las soluciones utilitarias son erróneas a veces, pero yo sospecho que son beneficiosas con mayor frecuencia. Lo preferible es, como norma general, mantener un equilibrio precario que impida la aparición de situaciones desesperadas, de alternativas insoportables. Ésa es la primera condición para una sociedad decente; una sociedad por la que podemos luchar siempre, teniendo como guía el ámbito limitado de nuestros conocimientos, e incluso de nuestra comprensión imperfecta de los individuos y de las sociedades. Es muy necesaria una cierta humildad en estos asuntos.


Esto puede parecer una solución bastante insulsa, no es el tipo de propuesta por la que el joven idealista estaría dispuesto, en caso necesario, a luchar y sufrir en pro de una sociedad nueva y más noble. Y no debemos, por supuesto, exagerar la incompatibilidad de valores: hay un gran espacio de amplio acuerdo entre miembros de sociedades distintas a la largo de grandes períodos de tiempo acerca de lo cierto y lo falso, del bien y del mal. Tradiciones, puntos de vista y actitudes pueden diferir, claro, legítimamente; puede haber principios generales que prescindan en exceso de las necesidades humanas. La situación concreta es la más importante. No hay salida: debemos decidir cuando decidimos; no se puede evitar a veces correr riesgos morales. Lo único que podemos pedir es que no se desdeñe ninguno de los factores importantes, que los objetivos que pretendemos se consideren elementos de una forma de vida total, a la que las decisiones pueden favorecer o perjudicar.


Pero, en último término, no es algo que dependa de un juicio puramente subjetivo: viene dictado por las formas de vida de la sociedad a la que uno pertenece, una sociedad entre otras, con unos valores compartidos, hállense o no en conflicto, por la mayor parte de la humanidad a la largo de la historia escrita. Hay, si no valores universales, sí al menos un mínimo sin el que las sociedades difícilmente podrían sobrevivir. Pocos querrían defender hoy la esclavitud o el asesinato ritual o las cámaras de gas nazis o la tortura de seres humanos por gusto o por provecho o incluso por el bien político; o que los hijos tengan la obligación de denunciar a sus padres, cosa que exigieron las revoluciones francesa y rusa, o el asesinato irracional. No hay nada que justifique transigir con eso. Pero, por otra parte, la búsqueda de la perfección me parece una receta para derramar sangre, que no es mejor ni aunque lo pidan los idealistas más sinceros, los más puros de corazón. No ha habido moralista más riguroso que Immanuel Kant, pero hasta él dijo, en un momento de iluminación: «De la madera torcida de la humanidad no se hizo nunca ninguna cosa recta». Meter a la gente a la fuerza en los uniformes impecables que exigen planes en los que se cree dogmáticamente es casi siempre un camino que lleva a la inhumanidad. No podemos hacer más de lo que podemos: pero eso debemos hacerlo, a pesar de las dificultades.


Habrá choques sociales y políticos, claro; el simple conflicto de los valores positivos por sí solo hace que esto sea inevitable. Pero pueden, creo, reducirse al mínimo promoviendo y manteniendo un inquieto equilibrio, constantemente amenazado y que hay que restaurar constantemente...; sólo eso, insisto, constituye la condición previa para unas sociedades decentes y un comportamiento moral aceptable, de otro modo nos extraviaremos sin remedio. ¿Un poco insípido como solución, diréis? ¿Que no es de ese material del que están hechas las llamadas a la acción de los dirigentes inspirados? Sin embargo, si hay algo de verdad en este punto de vista, quizás eso baste. Un eminente filósofo americano de nuestro tiempo dijo una vez: «No hay una razón a priori para suponer que la verdad resulte, cuando se descubre, necesariamente interesante». Puede bastar que sea verdad, o incluso con que se aproxime a ella; no me siento, pues, afligido por propugnar esto. La verdad, dijo Tolstoi en la novela con la que empecé [Guerra y Paz], es lo más hermoso que hay en este mundo. No sé si es así en el terreno de la ética, pero a mí me parece que se aproxima suficiente a lo que la mayoría queremos creer para que no se deje a un lado con excesiva ligereza.



Isaiah Berlin, El fuste torcido de la humanidad

sábado, 25 de octubre de 2008

Retratos de Ray Bradbury

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Ray Bradbury, según la Encyclopædia Britannica


Bradbury, Ray

b. Aug. 22, 1920, Waukegan, Ill., U.S.

in full RAY DOUGLAS BRADBURY American author best known for highly imaginative science-fiction short stories and novels that blend social criticism with an awareness of the hazards of runaway technology.

Bradbury published his first story in 1940 and was soon contributing widely to magazines. His first book of short stories, Dark Carnival (1947), was followed by The Martian Chronicles (1950), which is generally accounted a science-fiction classic in its depiction of materialistic Earthmen exploiting and corrupting an idyllic Martian civilization. Bradbury's other important short-story collections include The Illustrated Man (1951), The Golden Apples of the Sun (1953), The October Country (1955), A Medicine for Melancholy (1959), The Machineries of Joy (1964), I Sing the Body Electric! (1969), and Quicker Than the Eye (1996). His novels include Fahrenheit 451 (1953; filmed 1966), Dandelion Wine (1957), Something Wicked This Way Comes (1962; filmed 1983), and Death Is a Lonely Business (1985). He wrote stage plays, television scripts, and several screenplays, including Moby Dick (1956; in collaboration with John Huston). In the 1970s Bradbury wrote several volumes of poetry, and in the 1970s and '80s he concentrated on writing children's stories and crime fiction. His short stories have been published in more than 700 anthologies.






Ray Bradbury, según Borges


(...) Por su carácter de anticipación de un porvenir posible o probable, el Somnium Astronomicum prefigura, si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del Norte denominan science-fiction o scientifiction (...) y del que son admirable ejemplo estas Crónicas [Marcianas]. Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la épica, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria. Anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo -que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena.

Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado -el dark backward and abysm of Time del verso de Shakespeare. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero.

¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?

¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?

Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo «fantástico» o a lo «real», a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa la novela, o la novelería de la science-fiction? En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street.

Acaso La tercera expedición es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico; la incertidumbre sobre la identidad de los huéspedes del capitán John Black insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara. Quiero asimismo destacar el episodio titulado El marciano, que encierra una patética variación del mito de Proteo.

Hacia 1909 leí, con fascinada angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe, Los primeros hombres de la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy diversa, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954, aquellos deleitables terrores.


Jorge Luis Borges

Prólogo a: Ray Bradbury, Crónicas marcianas
Ed. Minotauro






Ray Bradbury, según John Huston


«Moby Dick» fue la película más difícil que he hecho en mi vida. Perdí tantas batallas mientras la hacía que llegué a pensar que mi ayudante de dirección estaba conspirando contra mí. Luego comprendí que era solamente Dios. Dios tenía una buena razón. Ahab veía a la ballena blanca como una máscara de la Deidad, y a la Deidad como una fuerza maligna. Para Dios era un placer atormentar y torturar al hombre. Ahab no negaba la existencia de Dios, simplemente le consideraba un asesino..., una idea absolutamente blasfema: «¿Ahab es Ahab? ¿Soy yo, es Dios, o quién, el que levanta este brazo?... ¿Dónde van los asesinos? ¿Quién condena, cuando el propio juez es llevado ante el tribunal?»

La película, como la novela, es una blasfemia, así que supongo que podemos pensar que cuando Dios nos envió aquellos terribles vientos y aquellas espantosas olas estaba defendiéndose.

He oído decir a la gente que había leído Moby Dick cuando eran niños. Esto les define instantáneamente como mentirosos. Nadie que no tenga por lo menos quince años -y sea muy maduro para su edad- podría enfrentarse a esas páginas. Trasladar una obra de esta magnitud a un guión era una obra abrumadora. Considerándolo retrospectivamente, me pregunto si es posible hacerle justicia a Moby Dick en el cine.

Yo había leído varios relatos de Ray Bradbury y veía en su obra algo de esa cualidad elusiva de Melville. Ray había indicado que le gustaría colaborar conmigo, así que cuando llegó el momento de escribir el guión, le pedí que se reuniera conmigo en Irlanda.

Ray es el mejor argumento que conozco a favor de quienes creen que Hal Croves era B. Craven. Sumamente original en su obra, desde la idea misma hasta el giro de una frase, en la conversación normal Ray hablaba siempre a base de tópicos y lugares comunes. Este hombre, que enviaba a la gente en vuelos exploratorios a lejanas estrellas, tenía pánico a los aviones. Costaba trabajo convencerle hasta de entrar en un coche. Recuerdo haber ido una mañana a Dublín con Ray. Llevábamos un chófer prudente que conducía a una velocidad moderada. Yo iba en el asiento delantero. Murmuré justo lo bastante alto para que Ray me oyera:

- Va usted un poco demasiado rápido, chófer. Reduzca.

- Sí, ¡reduzca la velocidad, por Dios Santo! -dijo Ray inmediatamente.

El chófer me miró con expresión de desconcierto. Le guiñé un ojo. Comprendió y disminuyó la velocidad. Ahora íbamos como a treinta kilómetros por hora por una carretera de primera.

- ¡Por amor de Dios, hombre! ¿Quiere usted matarnos? -exclamé.

Ray estaba ya prácticamente llorando. Cuando el chófer redujo a quince kilómetros por hora, Ray seguía rogándole que fuera más despacio.


John Huston, Memorias






Entrevista a Ray Bradbury


Viste bermudas, camisa, corbata, calcetines blancos y zapatillas. Sobre su nariz fuerte están calzados los anteojos de siempre. El pelo, blanquísimo, como de cuento infantil; la cara, franca y tostada. En la mesa escritorio, frente a él, cientos de papeles, sobres, cartas, libros, diarios, anotaciones, un teléfono,una radio, pequeños carteles. La mirada le brilla; la voz, potente, se vuelve un susurro cuando se pregunta cómo nació el universo. Ríe con ganas y dice que tiene tres libros para publicar este año y tres el próximo; que acaba de terminar un guión para cine, dos novelas, dos libros de poesía y uno de ensayos.

Ocho meses después de un ataque de apoplejía y recién cumplidos los 80, Ray Bradbury se emociona cuando habla de la vida y de Marte. Esa vibración es lo que más impacta de su presencia, aunque una mirada atenta podría descubrir a su derecha el bastón con cuatro patas que le ayuda a superar cierta dificultad en la pierna y el brazo de ese lado. "Gracias a Dios camino mejor y puedo hablar bastante bien -dice-. Y puedo crear con mi mente. Mi cerebro está bien. No fue afectado. Mi genio, o lo que fuere, quedó a salvo. Gracias al cielo."

El celebérrimo autor de ciencia ficción, padre de "Crónicas marcianas" (escrito hace 50 años) y de "Fahrenheit 451" (que será puesta en escena en enero próximo en Nueva York), se muestra en entrevista muy crítico con el uso que se hace de las nuevas tecnologías, y no duda en calificar el correo electrónico de pérdida de tiempo y fuente de cotilleos.

- ¿Continúa sin ordenador?

- No lo necesito, ni yo ni mucha gente. Depende, claro, de lo que uno haga. Hace 60 años que uso la máquina de escribir. Tengo tanto entrenamiento que puedo escribir sin errores, incluso puedo hacerlo en la oscuridad. Escribí una novela en la oscuridad una noche en París, mientras mi esposa Maggi dormía. Trabajé sin encender la luz. Cuando amaneció, había terminado la novela.

- ¿Nunca tuvo un ordenador personal?

- Me regalaron uno hace cosa de diez años, pero cometía errores y luego los tenía que corregir. Yo no cometo errores cuando escribo con la máquina eléctrica. Las teclas del ordenador son tan sensibles al tacto que uno suspira y ya está, ha cometido un error. Qué quiere que le diga. Me gusta el papel... Adoro mi IBM eléctrica. Además, los ordenadores son diez veces más caros que las máquinas de escribir.

- ¿No cree, sin embargo, que son avances que nos pueden mejorar la vida?

- Mire, ni Internet ni los ordenadores son malos en sí mismos, lo que sí puede ser malo es el uso que uno hace de ellos. Para mí, es la gente la que tiene que decir cuál es la función de la tecnología en su vida, cómo va a usarla... Mucho de esto está orientado al consumidor varón, al macho... Más grande o más joven, el hombre gusta de jugar con juguetes. Internet y los ordenadores son juguetes, pero fíjese que no les gustan a las mujeres, porque las mujeres tienen más sentido común para estas cosas. No se les ocurre perder el tiempo con estas cosas... No es la máquina la que escribe. Es esto... -señala su cabeza-, la mente.

- Pero no se puede negar que Internet nos permite estar mejor comunicados...

- Tenemos demasiadas comunicaciones, estamos demasiado comunicados. ¿Con cuánta gente quiere usted estar conectada? ¿Cuántos amigos de verdad tiene? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Por qué se quiere estar en contacto con todo el mundo? Yo creo en el contacto humano.

- ¿Tampoco rescata la red como herramienta para investigar, para universidades, escuelas, bibliotecas?

- Sí, para investigadores me parece fantástico. Pero el ciudadano medio no es investigador, para él no es de primera necesidad.

- ¿Cree que vamos hacia un mundo sin libros, como en "Fahrenheit", donde se quemaba todo lo escrito en papel?

- Yo soy un loco de las bibliotecas, pero mi padre y mi madre las visitaban de vez en cuando. Tengo tres hijas que leen libros y otra que no lee nada. Que alguien me explique eso. ¿De dónde viene? ¿Está emparentada conmigo? Nuestra curiosidad por las cosas es un misterio y eso me hace tener esperanzas de que las bibliotecas no desaparecerán. Lo que pasa es que ahora estamos sometidos a un bombardeo tecnológico: ¡Oh, sí! Tengo que tener esto o aquello. Internet, un nuevo ordenador. ¡Cada día es Navidad!

- ¿Qué papel tiene la televisión en todo esto?

- Mire, lo que los chicos ven por televisión depende de los padres. Hay canales buenos y canales malos. Pero son los padres los que deben asegurarse de que los chicos estén frente al canal correcto y no frente a uno lleno de noticias de violencia sexual, homicidios y accidentes.

- Veo que da mucha importancia al entorno familiar...

- Mucha. Seguramente usted, como yo, fue criada en una buena familia, y nuestro comportamiento depende de cómo intentemos complacer a nuestros padres. Si ellos son buenos ejemplos, antes de hacer algo uno se cuestionará si está bien o si está mal, según lo que ha aprendido de ellos, más allá de que estén vivos o muertos. Es positivo que uno tenga influencia de gente que aprecia.

- ¿Compraría un libro por Internet?

- Si uno quiere comprar un libro clásico, uno de William Faulkner o de Ernest Hemingway, lo veo bien, sí. Uno sabe qué está comprando. Conoce esas obras, ya las ha visto. Pero si uno quiere comprar un libro nuevo, que no conoce, sería muy tonto recurrir a Internet. Uno tiene que ir a la librería, tomar el libro entre sus manos, leer la solapa, hojearlo...

- A mucha gente le entusiasma poder hacer trámites desde casa...

- Pero ¿qué le pasa a la gente que no quiere salir de su casa?

- ¿Qué opina del e-mail?

- Una pérdida de tiempo, un cotilleo. Si va a escribir, escriba una carta a mano o a máquina. O levante el teléfono y hable. O mande un fax. Si casi es tan rápido como el e-mail, apenas unos segundos más. Con mi hija que vive en Phoenix los fax van y vienen. Ella transcribe mis textos y los pasa por el fax. Yo hago las correcciones y le reenvío el material para que lo vuelva a mecanografiar. A veces le dicto cosas por teléfono.

- Ordenadores, Internet, e-mail. ¿Es un proceso imparable?

- No lo sé. Hace dos años hablé con un grupo de técnicos de la industria cinematográfica. Se proyectaron, antes de la charla, películas actuales de ciencia ficción. Advertí que son todo efectos especiales. No hay trama. Lo bombardean a uno con una explosión tras otra y lo hacen viajar por el espacio. Pero son fuegos de artificio. Maravillosos, sí, pero fuegos de artificio al fin.

- ¿Qué opina de la biotecnología y concretamente de la clonación?

- Bueno, lo importante de la biotecnología es que por medio de ella se logre combatir y vencer enfermedades como el mal de Alzheimer. Eso sería extraordinario. Ahí es distinto, pero ¿la clonación de seres humanos porque sí, por repetir el modelo? No, en absoluto.

- ¿Cómo imagina el futuro un escritor de ciencia ficción como usted?

- Vamos a volver a la Luna, lo que es la mejor noticia, y también vamos a ir a Marte. Ojalá esté yo vivo para verlo. Me gustaría que el Gobierno se cuestionara por qué no volvimos a la Luna. No debimos haberla dejado nunca. Fue algo glorioso para nosotros. Aquella noche, cuando el hombre pisó la Luna, toda la gente en este país, en su país, en todo el mundo, levantó los ojos hacia el cielo, miró la Luna y dijo: ¡Oh, Dios, lo logramos! Somos libres de la gravedad, libres de andar por el universo. Nuestro destino no es estar solamente aquí en la Tierra.

- ¿Cuál sería entonces?

- ¿Para qué hemos nacido? Para mirar todo el universo, para celebrarlo. Es sencillamente pura energía deslumbrándonos desde el increíble cosmos. Tenemos que salir a examinarlo y colonizarlo.

- ¿Cuándo podría ocurrir eso?

- Podríamos hacerlo mañana, podríamos empezar mañana. Deberíamos preparar el aterrizaje en Marte, deberíamos estar yendo ahora mismo. El problema es el de siempre... los políticos, los nuestros como los vuestros, son iguales en todas partes. Ellos no sueñan. No son románticos. No advierten que el universo es mucho más grande que esto.

- ¿Qué cree que estamos haciendo aquí?

- Yo concluí que el universo y billones de estrellas y la Tierra están acá para que los veamos, para que seamos testigos, para conocer todo lo que se ha logrado. Yo fui desarrollado para ver ese misterio. Si no, no tendría sentido. Tenemos que cumplir nuestro destino y volver a la Luna, y a Marte, y expandirnos, expandirnos. George Bernard Shaw, en muchos de sus ensayos y obras de teatro, habla de esa voluntad oculta, ese misterio no desvelado de estar siempre en movimiento hacia alguna parte, para hacer algo que nos lleve a ese lugar. No sabemos bien por qué. Sólo nos mueve nuestra fe.

- Conmueve su optimismo...

- No, lo que soy es un individuo que trata de tener una línea de comportamiento óptima. Me gusta alentar a la gente a comportarse al máximo de sus posibilidades genéticas. Yo lo he hecho. No me quedé de brazos cruzados y sin hacer nada. De modo que al final del año, después de 365 días de creación, surge una sensación de optimismo, pero no es optimismo. Uno debe inventarse a sí mismo todos los días y no sentarse a ver cómo el mundo pasa allí delante, sin que uno participe.

- ¿Qué es la vida para usted?

- La vida es un don y así debemos disfrutarla. Esta es una oportunidad gloriosa. Sólo estaremos aquí una vez. Tengo la oportunidad de escribir cada vez que siento que tengo un propósito. ¿Y cuál fue mi objetivo cuando escribí tal o cual artículo? Escribir el mejor artículo que se haya escrito hasta ese momento.


Ana D'Onofrio

La Vanguardia - 27/08/2000

© "La Nación"






Ray Bradbury, según él mismo



Cómo alimentar a una musa y conservarla


... Mírese, entonces. Pondere aquello que lo ha alimentado durante años. ¿Fue un banquete o una dieta de inanición?

¿Quiénes son sus amigos? ¿Creen en usted? ¿O le atrofian el crecimiento a fuerza de ridículo e incredulidad? Si éste es su caso, usted no tiene amigos. Vaya a encontrar alguno.




La mente secreta


Yo nunca en mi vida había querido ir a Irlanda. Pero allí estaba John Huston, al teléfono, pidiéndome que fuera a tomar una copa a su hotel. Esa tarde, copas en mano, Huston me oteó cuidadosamente y dijo:

- ¿Qué le parecería vivir en Irlanda y escribir mi Moby Dick para la pantalla?

Y de repente partimos tras la Ballena Blanca; yo, mi mujer y mis dos hijas. Seguir el rastro a la Ballena, cazarla y quitarle las aletas me llevó nueve meses.

De octubre a abril viví en un país donde no quería estar.

Me pareció que no veía, oía ni sentía nada de Irlanda. La Iglesia era deplorable. El tiempo espantoso. La pobreza inadmisible. No quería enterarme. Además, estaba ese Gran Pez...

No contaba con que mi inconsciente me hiciera una zancadilla. En medio de tanta humedad raída. Mientras armado de mi máquina intentaba llevar el Leviatán a la playa, mis antenas captaban a las gentes. No es que mi yo despierto, consciente y en marcha no se fijara en ellos, los quisiera, los admirara y tuviese algunos amigos. No. Pero lo general y omnipresente eran la pobreza y la lluvia y la pena por mí mismo en un país apenado.

Con la Bestia fundida en aceite y entregada a las cámaras huí de Irlanda, convencido de que no había aprendido nada salvo a temer las tormentas, las nieblas y los mendigos de las calles de Dublín y de Kilcock.

Pero el ojo subliminal es taimado. Mientras yo lamentaba la dureza del trabajo y mi incapacidad, día por medio, para sentirme tan parecido a Herman Melville como yo deseaba, mi interioridad se mantenía alerta, husmeaba en las honduras, escuchaba con paciencia, observaba con rigor y archivaba a Irlanda y su gente hasta el día en que al fin me aflojé y me sorprendieron surgiendo a torrentes.

Volví a casa vía Sicilia e Italia, donde me horneé para desprenderme del invierno irlandés, asegurando a todos y cada uno que nunca escribiría «nada sobre los Veloces de Connemara ni las Gacelas de Donnybrook».

Debería haber recordado mi experiencia de años antes en México, donde había encontrado, no lluvia y pobreza, sino pobreza y sol, y había huido espantado por el clima de mortandad y el terrible olor dulzón que tienen los mexicanos cuando se mueren. Con eso había escrito al menos ciertas buenas pesadillas.

Aún así, insistí: Eire estaba muerta, no había dejado rastros, su gente no iba a perseguirme.

Pasaron varios años.

Hasta que una tarde de lluvia Mike el taxista (que en realidad se llamaba Nick) vino, inadvertido, a sentárseme en la mente. Me codeó con suavidad y se atrevió a recordarme nuestros viajes juntos por las ciénagas, a lo largo del Liffey, con él hablando, noche tras noche, a través de la niebla, al volante de su viejo coche de hierro, y llevándome lentamente al hotel, el Royal Hibernium. Mike, el hombre que tras docenas de Viajes Oscuros yo había conocido mejor en todo ese país verde y salvaje.

- Cuenta la verdad sobre mí -dijo Mike-. Vuélcalo como fue, nada más.

Y de pronto tuve un cuento y una obra de teatro. Y el cuento es verdad y la obra es verdad. Sucedió así. No habría podido suceder de otro modo. Bien, el cuento se comprende; pero ¿por qué después de tantos años me volví hacia el escenario? No era un giro sino un regreso. De niño actué en teatros de aficionados y en la radio. De joven escribí obras de teatro. Pasaron años. Fui a ver cientos de obras. Me encantaban. Sin embargo, seguía sin escribir un Acto I, Escena I. Luego vino Moby Dick, un lapso de meditación, y de pronto apareció Mike, mi taxista, a hurgarme el alma y sacar a la luz bocados de aventura de pocos años antes, junto a la colina de Tara o tierra adentro, entre cambiantes hojas de otoño en Killeshandra.

Habiéndome atrevido una vez, exuberante, me atreví de nuevo. Cuando de mi máquina saltó Mike, espontáneamente le siguieron otros. Y cuantos más se arremolinaban, más pugnaban por llenar las líneas.

De pronto vi que sabía de las mezcolanzas y conmociones de los irlandeses más de lo que hubiera podido desenredar en un mes o un año de escritura. Sin advertirlo me encontré bendiciendo mi mente secreta. En una vasta estafeta interior, convocados por sus nombres, se afanaban noches, pueblos, climas, animales, bicicletas, iglesias, cines, y marchas rituales y bandadas.

Mike me había empujado a paso tranquilo; yo eché a trotar y pronto estaba a pleno galope.

Recién nacidas, las historias, las obras, eran una camada aullante. A mí no me cabía sino apartarme del camino...

Sólo después se puede fijar, examinar, explicar.

Intentar saber de antemano es congelar y matar.

La deliberación es la enemiga de todo arte, sea la actuación, la escritura, la pintura o la propia vida, que es el arte más grande...

De modo que, creyéndome en quiebra, ignorante, desatento, terminé con varias piezas en un acto, una en tres actos, ensayos, poemas y una novela sobre Irlanda. Era rico y no lo sabía. Todos somos ricos e ignoramos la enterrada evidencia de la sabiduría acumulada.

Así que, una y otra vez, mis cuentos y mis obras me enseñan, me recuerdan, que nunca debo volver a dudar de mí mismo, de mis entrañas, de mis ganglios y del tablero Ouija de mi inconsciente.

De ahora en adelante espero estar siempre atento, educarme lo mejor que pueda. Pero, si me falta esto, en el futuro me volveré a mi mente secreta para ver qué ha observado cuando me parezca que he pasado algo por alto.

Nunca pasamos nada por alto.

Somos copas que se llenan constantemente, silenciosamente.

El truco consiste en saber volcarse para que la belleza se derrame.




El otro yo


No escribo yo...
el otro que hay en mí
pide aflorar constantemente.
Mas si me apresuro a volverme y mirarlo
él vuelve a escabullirse
al momento y al lugar
donde estaba antes
pues sin saberlo entorné la puerta
y lo dejé salir.
A veces un grito encendido lo llama;
comprende que lo necesito,
y yo también. Su tarea
será decirme quién soy bajo la máscara.


Ray Bradbury, El zen y el arte de escribir
Ed. Minotauro

miércoles, 22 de octubre de 2008

Pedro Salinas - Selección de poemas

*
(del libro Presagios)

El alma tenías
tan clara y abierta,
que yo nunca pude
entrarme en tu alma.
Busqué los atajos
angostos, los pasos
altos y difíciles...
A tu alma se iba
por caminos anchos.
Preparé alta escala
-soñaba altos muros
guardándote el alma-
pero el alma tuya
estaba sin guarda
de tapial ni cerca.
Te busqué la puerta
estrecha del alma,
pero no tenía,
de franca que era,
entradas tu alma.
¿En dónde empezaba?
¿Acababa, en dónde?
Me quedé por siempre
sentado en las vagas
lindes de tu alma.


*

(de La voz a ti debida)

Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma.

Y que a mi amor entonces, le conteste
la nueva criatura que tú eras.


*

(de La voz a ti debida)

Lo que eres
me distrae de lo que dices.

Lanzas palabras veloces,
empavesadas de risas,
invitándome
a ir adonde ellas me lleven.
No te atiendo, no las sigo:
estoy mirando
los labios donde nacieron.

Miras de pronto a lo lejos.
Clavas la mirada allí,
no sé en qué, y se te dispara
a buscarlo ya tu alma
afilada, de saeta.
Yo no miro adonde miras:
yo te estoy viendo mirar.

Y cuando deseas algo
no pienso en lo que tú quieres,
ni lo envidio: es lo de menos.
Lo quieres hoy, lo deseas;
mañana lo olvidarás
por una querencia nueva.
No. Te espero más allá
de los fines y los términos.
En lo que no ha de pasar
me quedo, en el puro acto
de tu deseo, queriéndote.
Y no quiero ya otra cosa
más que verte a ti querer.


*

Lo inútil (de Todo más claro y otros poemas)

Me haces falta en la vida
porque no eres el pan
nuestro de cada día.
Porque no se te triza con los dientes
y así se lleva al cuerpo nueva fuerza
con que pedir mañana, lo que ayer:
lo mismo, otra vez pan, hasta la muerte.

Me haces falta
porque tú no te empiezas en las uvas
y acabas en delirio o en mentira.
Porque no eres el vino
en que unos hombres desenamorados
encuentran las palabras
de amor, las que les dicen
a un espectro de amiga descotada
en trescientos salones, de once a doce.
Embriaguez que tú inspiras es hermana
de balanza en el fiel o mediodía.

Me haces falta
porque no eres la luz amanecida
a la hora que la anuncian los diarios,
la luz que hiere al despertar los ojos
siempre en la misma cicatriz, ayer.
Tan de pronto te alumbras, imprevista,
que hay que esperarte, sin saber por cuál
oscuridad vendrás, dolor o noche.

Me haces falta
porque no se distingue tu materia.
No eres del raso o de los terciopelos
que el gran dolor consuelan del desnudo.
No del metal que ciñe en cerco de aire
para que no se escapen
las promesas del día de las bodas.
Ni eres, casi tampoco, de tu carne.
El inocente tacto
-ilusión antiquísima y con guantes
de que el mundo es tangible y se le toca-,
en el marfil atina con el canto,
en el metal con las precisas letras,
con el amor en la trémula mano.
Pero a ti no te acierta, y de buscarte
vacío todo vuelve, y derrotado.

Me haces falta
porque no eres un techo, ni los muebles,
ni lecho blando ni candada puerta.
Me amparas sin confines ni tejado.
En templanza infinita me cobijas
como en marzo, al final, el aire, al pájaro.

Me haces falta
porque a ti nunca te cortejan jueces
en busca de verdades, ni el filósofo.
Nunca tienes razón, y así, no matas.
Ni hay angustiado al que le des la prueba
de que existe en el mundo
algo más que un afán de que algo exista.
Innecesaria pura, puro exceso,
tú, la invisible sobra de las cuentas
que el mundo se va echando,
contable triste, siglo a siglo historia,
sin ti todos se pasan.

Menos yo. Yo que sé
que tú, la demasía, tú la sobra,
en estos cortos cálculos del suelo,
eres, en una altísima
celesta matemática
que los astros aprenden por las noches
y nunca el hombre, exacta-
mente lo que me falta.
Y todo está entendido:
el sino de la vida es lo incompleto.


*

(de La voz a ti debida)

Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida -¡qué transporte ya!-, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.


*

Respuesta a la luz (de Fábula y signo)

Sí, sí, dijo el niño, sí.
Y nadie le preguntaba.
¿Qué le ofrecías, la noche,
tú silencio, qué le dabas
para que él dijera a voces,
tanto sí, que sí, que sí?
Nadie le ofrecía nada.
Un gran mundo sin preguntas,
vacías las negras manos
-ámbitos de madrugada-,
alrededor enmudece.
Los síes -¡qué golpetazos
de querer en el silencio!-,
las últimas negativas
a la noche le quebraban.
Sí, sí a todo, a todo sí,
a la nada sí, por nada.
Allá por los horizontes
sin que nadie -él sólo: nadie-
la escuchara, sigilosa
de albor, rosa y brisa tierna,
iba la pregunta muda,
naciendo ya, la mañana.

Antonio Gamoneda - Poemas de amor

*
Estar En Ti


Yo no entro en ti para que tú te pierdas
bajo la fuerza de mi amor;
yo no entro en ti para perderme
en tu existencia ni en la mía;
yo te amo y actúo en tu corazón
para vivir con tu naturaleza,
para que tú te extiendas en mi vida.
Ni tú ni yo. Ni tú ni yo.
Ni tus cabellos esparcidos aunque los amo tanto.
Sólo esta oscura compañía. Ahora
siento la libertad. Esparce
tus cabellos. Esparce tus cabellos.


*


Amor


Mi manera de amarte es sencilla:
te aprieto a mí
como si hubiera un poco de justicia en mi corazón
y yo te la pudiese dar con el cuerpo.

Cuando revuelvo tus cabellos
algo hermoso se forma entre mis manos.

Y casi no sé más. Yo sólo aspiro
a estar contigo en paz y a estar en paz
con un deber desconocido
que a veces pesa también en mi corazón.