domingo, 23 de noviembre de 2008

Umberto Eco - El nombre de la rosa (3)

Junto a un trozo de pared encontré un armario, por milagro aún en pie, y que, no sé cómo, había sobrevivido al fuego para pudrirse luego por la acción del agua y los insectos. En el interior, quedaban todavía algunos folios. Encontré otros jirones hurgando entre las ruinas de abajo. Pobre cosecha fue la mía, pero pasé todo un día recogiéndola, como si en aquellos disiecta membra de la biblioteca me estuviese esperando algún mensaje. Algunos jirones de pergamino estaban descoloridos, otros dejaban adivinar la sombra de una imagen, y cada tanto el fantasma de una o varias palabras. A veces encontré folios donde podían leerse oraciones enteras; con mayor frecuencia encuadernaciones aún intactas, protegidas por lo que habían sido tachones de metal... Larvas de libros, aparentemente todavía sanas por fuera pero devoradas por dentro; sin embargo, a veces se había salvado medio folio, podía adivinarse un incipit, un título...

Recogí todas las reliquias que pude encontrar, y las metí en dos sacos de viaje, abandonando cosas que me eran útiles con tal de salvar aquel mísero tesoro.

Durante mi viaje de regreso a Melk pasé muchísimas horas tratando de descifrar aquellos vestigios. A menudo una palabra o una imagen superviviente me permitieron reconocer la obra en cuestión. Cuando, con el tiempo, encontré otras copias de aquellos libros, los estudié con amor, como si el destino me hubiese dejado aquella herencia, como si el hecho de haber localizado la copia destruida hubiese sido un claro signo del cielo cuyo sentido era tolle et lege. Al final de mi paciente reconstrucción, llegué a componer una especie de biblioteca menor, signo de la mayor, que había desaparecido..., una biblioteca hecha de fragmentos, citas, períodos incompletos, muñones de libros.



Cuanto más releo esta lista, más me convenzo de que es producto del azar y no contiene mensaje alguno. Pero esas páginas incompletas me han acompañado durante toda la vida que desde entonces me ha sido dado vivir, las he consultado a menudo como un oráculo, y tengo casi la impresión de que lo que he escrito en estos folios, y que ahora tú, lector desconocido, leerás, no es más que un centón, un carmen figurado, un inmenso acróstico que no dice ni repite otra cosa que lo que aquellos fragmentos me han sugerido, como tampoco sé ya si el que ha hablado hasta ahora he sido yo o, en cambio, han sido ellos los que han hablado por mi boca. Pero en cualquier caso, cuanto más releo la historia que de ello ha resultado, menos sé si ésta contiene o no una trama distinguible de la mera sucesión natural de los acontecimientos y de los momentos que los relacionan entre sí. Y es duro para este viejo monje, ya en el umbral de la muerte, no saber si la letra que ha escrito contiene o no algún sentido oculto, ni si contiene más de uno, o muchos, o ninguno.

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