En la sección anterior descubrimos la fórmula de la mayor felicidad posible para el mayor número de personas. La filosofía moral que sitúa esta fórmula en la base de todo es el utilitarismo. Su punto de partida es una benevolencia general, una
solidaridad o identificación con los placeres, los sufrimientos o el bienestar del conjunto de las personas. De este modo obtiene una medida imparcial de lo bien que van las cosas en general. El bien se identifica con la mayor felicidad posible para el mayor número de personas y el objetivo de la acción es incrementar el bien (esto se conoce como principio de utilidad). El utilitarismo es
consecuencialista o, en otras palabras, se orienta hacia el futuro. Evalúa las acciones en función de sus efectos o consecuencias. En este punto difiere claramente de las éticas deontológicas. Para el consecuencialismo, una acción que inicialmente podría parecer mala, indebida, injusta o bien una violación de los derechos de alguna persona puede ser rescatada o justificada a partir de sus consecuencias, si se puede demostrar que contribuyen al bien general. El utilitarismo encaja mejor con un enfoque «gradualista» de los problemas éticos, como el que vimos antes a propósito del aborto. Resuelve las cuestiones de valor (la cuestión de si ciertas cosas son buenas o malas, mejores o peores) en función del incremento o la disminución de la felicidad del mayor número de personas.
Conceptos deontológicos como los de justicia, derecho o deber se adecúan a un ambiente moralista, en el que las cosas simplemente
son justas o injustas, permisibles o sancionables. La ética coincide con la letra de la ley. En contraste con eso, el utilitarismo utiliza el lenguaje de los bienes sociales. Cuando un utilitarista se enfrenta al problema del aborto, lo primero que hace es examinar las condiciones sociales que llevan a las personas a abortar. Si le preguntaran acerca de cómo debería ser la ley, se preguntaría qué beneficios y perjuicios puede tener el hecho de criminalizar ciertas actividades. Su forma de pensar es más propia de un ingeniero que de un juez.
Simon Blackburn, Sobre la bondad. Una breve introducción a la ética.
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