lunes, 24 de noviembre de 2008

Umberto Eco - El péndulo de Foucault (3)

Sin embargo, el viaje me había dejado otras huellas, y ahora me parece inquietante que entonces no me hubieran inquietado. Estaba fijando el orden definitivo, capítulo por capítulo, de las imágenes para la historia de los metales, y ya no lograba eludir al demonio de la semejanza, como ya me había sucedido en Río (...)

Me resultaba cada vez más difícil desligar el mundo de la magia de lo que hoy llamamos el universo de la precisión. Personajes que en la escuela me habían señalado como portadores de la luz matemática y física en medio de las tinieblas de la superstición se me revelaban como gente que había trabajado con un pie en la Cábala y otro en el laboratorio. ¿No estaría releyendo toda la historia con los ojos de nuestros diabólicos? Pero después encontraba textos absolutamente fiables donde se decía que los físicos positivistas, apenas trasponían el umbral de la universidad, iban a chapucear en sesiones de espiritismo y cenáculos astrológicos, y que Newton había descubierto la ley de la gravitación universal porque creía en la existencia de fuerzas ocultas (recordaba sus incursiones en la cosmología rosacruciana).

Había convertido la incredulidad en un deber científico, y ahora tenía que desconfiar incluso de los maestros que me habían enseñado a ser incrédulo.

Pensé: soy como Amparo, no creo pero me dejo atrapar. Y me sorprendía reflexionando sobre el hecho de que al fin y al cabo la altura de la gran pirámide era realmente una milmillonésima parte de la distancia entre la Tierra y el Sol, o de que realmente se podían trazar analogías entre la mitología céltica y la mitología amerindia. Y estaba empezando a interrogar a todo lo que había a mi alrededor, las casas, los rótulos de las tiendas, las nubes en el cielo y los grabados que veía en las bibliotecas, no para que me contasen su historia, sino la otra, que ciertamente ocultaban, pero que acababan revelando a causa y en virtud de sus misteriosas semejanzas.

Me salvó Lia, al menos momentáneamente.

- Pim -me dijo-, no me gusta la forma en que te estás tomando la historia de Manuzio. Antes recopilabas datos como quien recoge conchas. Ahora parece que te apuntes los números de la lotería.

- Es porque con éstos me divierto más.

- No te diviertes, te apasionas, no es lo mismo. Ten cuidado, porque con éstos puedes llegar a enfermar.

- No exageres también tú. A lo sumo los enfermos son ellos... Uno no se vuelve loco porque trabaje de enfermero en un manicomio.

- Eso habría que probarlo.

- Sabes que siempre he desconfiado de las analogías. Y ahora me encuentro en medio de una fiesta de analogías, una Coney Island, un Primero de Mayo en Moscú, un Año Santo de analogías, veo que algunas son mejores que otras y me pregunto si por azar no existirá alguna explicación.

- Pim -dijo Lia-, he visto tus fichas, porque tengo que volver a ordenarlas. Cualquier descubrimiento que puedan hacer tus diabólicos ya está aquí, fíjate.

Y se daba palmadas en el vientre, en las caderas, en los muslos y en la frente.

- Pim, los arquetipos no existen, sólo existe el cuerpo (...) En resumidas cuentas, estamos hechos así, con este cuerpo, todos, y por eso producimos los mismos símbolos a millones de kilómetros de distancia y necesariamente todo se parece, y ahora piensa que a las personas con algo en la cabeza el hornillo del alquimista, todo cerrado y caliente por dentro, las recuerda la barriga de la mamá que fabrica los nenes, sólo tus diabólicos ven a la Virgen que va a parir al niño y piensan que es una alusión al hornillo del alquimista. Así se han pasado miles de años buscando un mensaje, y todo estaba ahí, bastaba con que se miraran en el espejo (...)

»Vuestro plan no tiene nada de poético. Es grotesco. La gente no piensa en volver a quemar Troya porque ha leído a Homero. Gracias a él el incendio de Troya se convirtió en algo que nunca ha sido, ni será jamás, pero que sin embargo existirá eternamente. Tiene tantos sentidos porque todo está claro, límpido. En cambio, tus manifiestos de los rosacruces no eran ni diáfanos ni límpidos, eran meros borborigmos y prometían un secreto. Por eso tantos intentaron convertirlos en realidad, y cada uno ha visto en ellos lo que quería. En Homero no hay ningún secreto. Vuestro plan está lleno de secretos, porque está lleno de contradicciones. Por eso podríais encontrar millares de pusilánimes dispuestos a reconocerse en él. Tiradlo a la basura. Homero no simuló nada. Vosotros habéis simulado. Cuidado con las simulaciones, todo el mundo se las toma en serio. La gente no creyó a Semmelweis cuando trataba de convencer a los médicos de que se lavaran las manos antes de tocar a las parturientas. Decía cosas demasiado simples. La gente cree al que le vende la loción para curar la calvicie. Algo les dice que ese individuo combina verdades que no se pueden combinar, que no razona correctamente ni tiene buena fe. Pero toda la vida han oído decir que Dios es complejo, e insondable, de modo que para ellos la incoherencia es lo que más se parece a la naturaleza divina. Lo inverosímil es lo que más se parece al milagro. Habéis inventado una loción de esas que curan la calvicie. No me gusta, es un juego feo.

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